Somos víctimas de las circunstancias, lo importante es seguir en pie y siempre positivamente buscando lo que se quiere alcanzar.

 

Trabajo, trabajo y más trabajo. Cada vez me voy dando cuenta, al compás de los años, que esta obstinada obsesión a trabajar encierra un inflexible principio semejante al que tiene un callejón sin salida. Trabajar hasta la extenuación, trabajar sin desmayo, hace que se impongan la ética del esfuerzo y la moral del cumplimiento, como las únicas formas de “ser alguien” en la vida.

 Y, sin embargo, por ahí vemos a los triunfadores que si, en efecto, han trabajado, pero que deben su gloria especialmente al talento y a la oportunidad. Definitivamente, el don y la suerte componen los dos pilares de la excelencia. Y entonces, el trabajo sería un cimiento necesario, pero siempre que se tenga algo importante o excepcional que cimentar.

Aunque también he comprobado a través de ejemplos de vida, que el éxito en las personas notables y admiradas no deben su altura a haber dejado la piel detrás de un escritorio, sino al brillo particular de su piel y la ocasión de que hicieron lo que hicieron, a tiempo y siempre bien enfocados. Todos los protagonistas del éxito sin quitarles méritos y sin temor a equivocarme, sé que atribuirían a algo de suerte los logros excepcionales que han obtenido ya sea en lo intelectual o en lo organizacional.

Así que, francamente, no hay nada que hacer sin magia. El trabajo nos cubre de dignidad, pero la prosperidad y la esencia no salen de la oficina. Sin trabajo no hay nada que hacer, pero se puede hacer sin llegar hasta el desfallecimiento. Entonces, olvidemos a los jefes azarosos y arbitrarios, interesados por el bien personal.  Sé que cada uno queremos a nuestra manera, el autodesarrollo y la felicidad. Y, ¿esto se logra siendo un gran obrero de sol a sol? Estoy seguro que no.