Estamos viviendo en la economía global del conocimiento.

 

Adentrándonos más en la economía del conocimiento, en la que se puede justificar por qué las economías que más crecen —y que más reducen la pobreza— son las que producen innovaciones tecnológicas, es evidente que hoy en día, la prosperidad económica y social de los países dependerá cada vez menos de sus recursos naturales y cada vez más de los productos o servicios de valor agregado, apadrinados por modelos educativos, de investigadores y de proactivos innovadores capaces de crear y ejecutar.

La calidad de la educación es la clave de la economía del conocimiento, aunque también es cierto que una buena educación sin un ecosistema robusto como cimiento, que sirva como un campo de tierra fértil y que fomente la innovación, produciría agricultores de sorprendente cultura general, pero poca riqueza creativa y de desarrollo. Estos ecosistemas deben contener en su interior una concentración importante de creativos innovadores, que sean capaces de probar y de poner a marchar sus ideas. Es decir, quitémonos de la cabeza que la innovación se incentiva a través de estímulos económicos, o de programas esporádicos surgidos de un “brain storming” desde las entrañas de las organizaciones.

Pensemos más bien en enclaves o comunidades permanentes de inventores y emprendedores con mentalidad creativa, dentro o fuera de las empresas, respaldados por entornos de aprendizaje basados en contexto y no en memorizar, sumergidos en situaciones y necesidades reales, en espacios formales o informales que les permitan probar y equivocarse, sin ser amonestados por sus errores o su “lentitud productiva”

La nueva economía basada en tecnologías digitales ha hecho que las prioridades para el desarrollo en el mundo hayan cambiado. Las economías no prosperarán vendiendo petróleo, productos agrícolas y metales, o ensamblando piezas para la industria manufacturera. Mientras hace 50 años la agricultura y las materias primas representaban 30% del producto bruto mundial, en la actualidad representan una cifra muchísimo menor y todo indica que este porcentaje seguirá decreciendo. Según el Banco Mundial, hoy en día la agricultura representa 3% del producto bruto mundial, la industria, 27%, y los servicios, 70 por ciento. Es decir, cada vez más, estamos yendo de una economía global basada en el trabajo manual a una sustentada en el trabajo mental – economía del conocimiento –.

Esta realidad, me trae a la mente una situación que viví hace unos años, con una compañía que exporta café en Colombia. Los representantes – cultivadores – de esta compañía no entendían por qué razón a ellos les tocaba “mendigar” un precio justo por su producto, si ellos producían la materia prima de esta industria; mientras la venta de una taza de café que se vende hoy en 9 mil pesos en Starbucks, menos del 3% regresa a manos de estos cultivadores, y el 97% restante iba a los bolsillos de los genios de la ingeniería genética, el procesamiento, el mercadeo, la distribución, la publicidad, y otra gama de actividades que hoy en día forman parte de la economía del conocimiento y la innovación. Y la respuesta, aunque inexplicable para ellos, es muy sencilla, esta caída de las materias primas se debe a la importancia o significación que se da a los productos o servicios de alto valor agregado. Para mencionar algunos más alrededor de este ejemplo, qué podemos decir de la fuerza que han tomado, los cafés con sabores diferenciados, los cafés medicinales, las galletas de café, los licores de café, las máquinas para hacer café con cartuchos de café, o la apertura de tiendas, restaurantes y cadenas de café. De esta manera, los innovadores, las empresas, las industrias y por consecuencia las economías, se han beneficiado enormemente, mientras los que se mantuvieron vendiendo sólo la materia prima van quedando cada vez más atrás.

El café es un ejemplo de cómo un producto de baja tecnología se puede mejorar para crear mayor valor económico a través del conocimiento, la tecnología y la innovación.

Mientras que el consumo de café en el mundo aumentó sólo 21%, las innovaciones han hecho aumentar el valor de la industria 80%.

Pero entonces, ¿qué hacer para ser más innovadores y crear productos de alto valor agregado? Como decía anteriormente, hay una constelación de factores que generan este ecosistema que hace posible la innovación. Para que pueda existir este ecosistema que genere valor agregado sostenible, tendría que haber una alineación de planetas, desde los modelos de educación, las empresas y universidades para que inviertan en investigación y desarrollo de nuevos productos, centros de estudios que atraigan talentos de todos lados, una interacción constante entre todos los actores del ecosistema, un ambiente económico y empresarial que propicie las inversiones de riesgo, una legislación que aliente la creación de nuevas empresas, y una concentración de mentes creativas en comunidades. Casi nada, ¿cierto?

Y, para poner la cereza en el pastel, y que todo esto sea sostenible, el factor clave, del que se habla mucho menos, y que sin el cual es difícil generar entornos de innovación, es crear y aceptar una cultura de tolerancia hacia el fracaso, en el caso de que las ideas no funcionen y que tengan la dignidad de volver a comenzar sin tener que agachar la cabeza.